Llevo cuatro días encerrada en casa con un trancazo espectacular (eso me pasa por creerme demasiado lo de las golondrinas). Quizá es que estar enferma me hace sentirme más sola y más falta de cariño, o quizá me tocaba desmoronarme ya por estas fechas...A la mierda todo. Hoy no puedo con el mundo, y quiero llorar por los rincones.
Aunque para precisar y aumentar el patetismo del asunto, la crisis ha empezado con la crema de espinacas del Oviso. Sí, parecía un simple puré de verduras, pero ah!, no hay que subestimar la propia capacidad de dramatizar lo indramatizable.
Porque clemen y yo hablábamos en idiomas distintos en muchas ocasiones, pero formábamos un tándem formidable en la cocina. Y la jodida crema de espinacas se nos daba de puta madre. Era un clásico de nuestras comida-merienda-cena- de las siete de la tarde, y, oh desgracia, esa que humeaba en mi plato, no le llegaba ni a la suela del zapato a la nuestra.
Odio que algo tan absurdo e inócuo como un puré de verduras me joda el día, pero por el otro lado, qué carajo, ya me he hartado de jugar conmigo misma al juego de a-ver-quien-de-las-dos-lo-lleva-mejor. Está claro que yo no, y a la mierda con tratar de aparentar lo contrario, ¡te encuentro hasta en la sopa! Sigo creyendo que lo nuestro se ha terminado, pero hoy la certeza de hacer lo correcto no me llena ni mierda, de hecho, me hace sentir peor porque te echo de menos, y sé que esas gilipolleces que hacíamos, como cocinar a cuatro manos a horas intempestivas, se acabaron.
Así que me he entregado a la catársis de la crema de espinacas y he decidido que hoy no iba a ser el día de levantar el país. Total, estoy medio enferma y tengo excusa.
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