Desde hace un tiempo he llegado a la conclusión que la manera más explícita que tienen mis padres de mostrar amor es cocinar. En mi casa, la comida no es comida, es algo más. Por eso, cuando hoy he pasado por delante de la mejor charcutería del barrio y la he visto convertida en una tienda orange, me ha dado un bajón. Recuerdo a mi madre sacando de la bolsa ese sobrecito de jamón maravilloso...o las gigantescas lonchas de mortadela de olivas...qué horrible pérdida.
Todas las tiendas de barrio están cerrando. Al lado de mi casa sólo queda un paki, al que tengo cierta simpatía. Antes que él, habían desfilado cuatro o cinco dependientes, que siempre salían de la trastienda y se les notaba por todos los poros de la piel que te maldecían profundamente por interrumpir lo que estuvieran haciendo. No les culpo, supongo que este no debía ser el trabajo de su vida. Yo no sería mucho mejor. Pero el hombre que hay ahora es extraordinariamente amable y comunicativo. Tiene los ojos de un verde muy claro, grisáceo. A veces, cuando nos cruzamos por la calle, me saluda. Me recuerda un poco a M. Night Shyamalan.
Por cierto, esa calle es bastante inquietante. Antes me la recorría entera para llegar a casa de Clementine, y siempre pasaba algo. Generalmente, se iba la luz. Sólo allí. Todo quedaba a oscuras, durante unos minutos, y luego, volvía. Además, por debajo de la calle pasa un río. Por las noches, si uno escucha bien, se oye el ruido del agua subiendo de las alcantarillas. Siempre he pensado que si alguna vez tengo que tener una experiencia paranormal, será allí, entre las dos y las tres de la madrugada.
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