lunes, 27 de julio de 2020

Danzad, danzad, malditos




Es la tercera semana de confinamiento, voy de camino al trabajo y ya no me queda nada para dar, estoy hastiada, agotada y aburrida. Cada vez endurecen más las medidas, pero al parecer mis servicios son esenciales. 

Toda esa gente que dice que somos héroes, madre mía, qué patada en la boca les daba. La gente que vamos en el tren la tercera semana de confinamiento, con nuestros guantes y mascarillas de estraperlo, somos pringados sin alternativa. Sería heroico si tuviéramos opción, si eligiéramos este sacrificio, pero la verdad es que nadie nos ha preguntado. Soy joven, no tengo hijos, soy capaz, no estoy enferma y además soy pobre. No había por dónde escapar, soy la candidata ideal a arriesgar mi vida cinco días a la semana para que medio millón de personas sigan entretenidas. Danzad, danzad, malditos.

Nadie aplaude por nosotros por las noches. Eso sí, los que se quedan en casa nos dan palmaditas metafóricas en el hombro, y que se preocupan mucho, y que nos cuidemos, y que somos muy valientes. Tuputamadre. Que esto es como una guerra, dicen. Hay soldados, hay enfermeras, y hay personas que se encargan de que sigas viendo Netflix. ¿Sacrificaría mi vida o la de mis seres queridos por hacer este trabajo? Ni de coña. Pero la muerte siempre nos queda lejana, y en cambio, la precariedad laboral está muy cerca. Así que entre una posible muerte o un probable despido, cerramos los ojos y elegimos muerte. Yo y los repartidores de pizza, los riders, la cajeras del súper, los seguratas, las limpiadoras, las asistentas...vamos todos juntos en este tren, sin mirarnos a la cara, como si evitar el contacto visual reforzase las precauciones. Al final, resulta que sí: ¡Los pobres hemos heredado el mundo! Es todo nuestro: feo, sucio y lleno de virus.  


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